Fue alrededor del café que más o menos a partir de 1850 se dio el poblamiento y la formación de la cultura característica de la región cafetera colombiana.

Dadas las prioridades de ese momento —alimentarse, formar familia, fundar los primeros poblados, establecerse— y otras variables como la producción familiar, pero sobre todo por la genética del café de la época, los cultivos eran asociativos. En las laderas comenzaban a predominar los palos de café, pero estos se confundían con árboles y plantas productores de fruta, madera, forraje, fijadoras de nutrientes y prestadores de otros servicios. Plátano, guanábana, guamo, fríjol, maíz, chachafruto, guayaba, cítricos, aguacate, yarumo, guadua, cedro, nogal, comino, quiebrabarrigo, bore y otros eran parte integral de la finca. Algunos de ellos languidecen en el actual Paisaje Cultural Cafetero.
En lo social, esa forma de cultivo por lo menos acercaba a las familias rurales a un escenario de soberanía alimentaria, sin olvidar las ventajas culturales y técnicas de conocer las particularidades de los diferentes productos y de sus interrelaciones. En lo ambiental, la asociatividad es buena para el intercambio de nutrientes entre el suelo y las plantas, la permanencia de diferentes estratos ayuda a la regulación de flujos hídricos y a prevenir la erosión a través de la retención de suelos y es muy beneficiosa también para la biodiversidad, porque esa variedad propicia relaciones simbióticas (y de otros tipos) entre las especies. Aunque el modelo era intensivo en mano de obra y no permitía desarrollarse en grandes extensiones, en lo económico facilitaba la satisfacción de necesidades básicas y reducía o eliminaba la dependencia hacia los agroinsumos químicos, los cuales, como se ve hoy, no sólo están jugando un rol central en la inflación, sino que son precursores de algunos problemas ambientales de escala planetaria.
Más o menos en los años sesenta, y esto no solo ocurrió con el café, nuestro modelo agrario cambió radicalmente. Aunque todo se venía cocinando hacía décadas atrás, fue por esos días cuando se le compró a Estados Unidos la idea de los “paquetes tecnológicos”, un conjunto de medidas de asistencia técnica, apalancadas con crédito, que buscaban especializar la producción nacional. El país debía priorizar y expandir la producción de lo que mayor potencial tenía para el abastecimiento de mercados externos porque, desde un imaginario simplista hasta el tuétano, esos ingresos por exportaciones nos permitirían conseguir afuera los bienes —industriales y de otro tipo— que no producíamos y de las unidades productoras internas más pequeñas los alimentos que necesariamente dejaríamos de cultivar. Esta lógica, luego reforzada con la apertura económica de los 90, y más adelante con los TLC, se implementó con éxito.
Éxito porque se cumplió lo que buscaban los creadores de esas políticas. Los gringos encontraron dónde producir bienes para los cuales tenían mercado pero no tierras aptas, encontraron otro cliente más con quien inundar el mundo con sus productos Made in USA y por supuesto le abrieron campo a su todopoderosa industria de agroquímicos. Entre muchas otras razones, a las élites locales les sonó el cuento porque, con tierra suficiente para expandir su producción a punta de monocultivos, podían ampliar su participación en el mercado internacional, con fertilizantes y pesticidas que supuestamente suplirían en alguna medida los costos de tecnología y mano de obra. Aunque en la tradicional zona cafetera el tema era, y sigue siendo menos álgido, es muy probable que la receta también haya ayudado a quitarle argumentos a la democratización de la propiedad de la tierra.
En ese sector, el cafetero, el cambio se dio a través de la creación de una nueva variedad, la caturra, que con la ayuda de los técnicos y los créditos de la Federación rápidamente superó en su uso a las tradicionales arábiga y borbón. El nuevo cafeto, que comenzó a introducirse desde los años 70, contaba con varias bondades que incrementaban la producción y facilitaban la colecta, pero al costo de que requería plena exposición solar. En mi familia, por ejemplo, se cuenta una historia en la que mi abuelo por poco queda parapléjico por causa de un accidente ocurrido mientras talaba uno de los árboles de su finca en los alrededores de Pereira. El nuevo modelo significó la pérdida de grandes cantidades de árboles y de otros tipos de vegetación, por lo que el paisaje multiestrato mutó de manera abrupta hacia lo homogéneo.
La homogeneidad, claro está, aunque al ojo y al facilismo humano pueden parecerle bien, no es nada buena para el ecosistema. Por ejemplo, el hecho de que el café de mejor calidad ya no se esté produciendo en la zona cafetera puede tener su explicación en el agotamiento de unos suelos que por décadas han absorbido fertilizantes químicos en exceso, los cuales, junto con los pesticidas, también afectan la calidad del agua por vía de la escorrentía y la infiltración de las lluvias. La homogeneización del paisaje lleva a una expulsión masiva de especies, de los servicios que ellas prestan —como la polinización— y termina afectando también a los microclimas. Según se cuenta en medios, la situación del café colombiano hoy día es de unos precios muy favorables que no logran aprovecharse por condiciones del mercado internacional, una alta dependencia hacia insumos externos y una baja producción explicada por fenómenos de variabilidad o tal vez cambio climático.
Estos costos ambientales, ocultos en las cuentas, pero evidentes al ojo mediamente agudo, se suman, o mejor desembocan, en los que sí saltan hoy a la vista pero que el orden establecido se niega a ver: una agricultura más propensa a las crisis y a los cambios de precio, más vulnerable a la inflación, mucho más dependiente de los insumos externos, y, en síntesis, mucho menos soberana.
¿En el volver atrás estará la solución? Probablemente no del todo. Lo que sí es seguro es que este modelo, que lejos de superarse tiende a reproducirse, ya se agotó.
Commentaires