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Un mapa a lo rural

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Soy un convencido de que el futuro está en las veredas y en los municipios. La pandemia del COVID-19 demostró lo inconveniente y poco estratégico, de la centralización masiva en unos pocos centros urbanos del mundo de la mayor parte de la humanidad.

Asentamientos más densos son asentamientos más frágiles y vulnerables a prácticamente todo tipo de enfermedad infecciosa. El COVID es un ejemplo histórico que se suma a esta experiencia ya bien conocida. ¡Qué frágil la biología y la economía de los ciudadanos hiperconcentrados en dichos asentamientos!


Este fenómeno reciente se suma a las debilidades que tienen las grandes ciudades con respecto a otras variables para considerar el desarrollo de sus habitantes. Las ciudades han tendido a: concentrar la riqueza económica, aumentar la inseguridad, aumentar el uso de los recursos renovables y no renovables por habitante, aumentar la competencia, y paradójicamente, aumentar la sensación de soledad. ¡Nos sentimos solos en lugares densamente poblados! Nos sometemos a la pelea de la ocupación de los mejores espacios dentro de las ciudades, pagando cada vez más por cada vez menos metros cuadrados. Los pobres a los márgenes, y con más tiempo de su vida encerrados en el transporte público. Ni que decir lo que ha ocurrido con la biodiversidad: cada vez menor, cada vez más monótona. Ratas y Palomas, Gatos y Perros, y virus de múltiples tipos que proliferan por la ventaja adaptativa de la densidad poblacional de su principal recurso en la ciudad.


Cerca del 60% de las personas del mundo viven en las ciudades. Más del 80% de los latinos viven en estos ecosistemas de asfalto. La razón principal: la concentración de la riqueza, de las empresas, del empleo. Una gran segunda razón: el exilio obligado de los pueblos por la violencia, y por la supuesta falta de oportunidades de desarrollo económico en sus adorables terruños.


La solución de los gobernantes: sigamos alimentando a los ecosistemas de asfalto, que las ciudades engendren pequeñas ciudades o que digieran a otros asentamientos más pequeños. Un sistema grande implicaría una mayor auto-organización para la buena gestión de los recursos y para pensar el bienestar y seguridad de sus habitantes. Sin embargo, el vaivén político, la complejidad de tener muchos habitantes interactuando con sus propios intereses, dificulta la auto-organización. Entonces, la Ciudad, se vuelve un monstruo, pero un monstruo amorfo, que sigue creciendo irrespetuoso de los que alguna vez fueron sus hermanos los ecosistemas. Crece y crece. Devora y devora. Se hace más pesado, más desorganizado, y con ellos, los problemas de movilidad aumenta – a pesar de las nuevas avenidas-, los problemas de seguridad empeoran – a pesar de la mayor fuerza policiaca-, se hace más caro vivir – a pesar de que el PIB ha seguido creciendo. ¡Y ni que decir de la naturaleza! El monstruo se torna cada vez más gris. Su color verde, el original, se ha desvanecido, tan sólo tiene unas “pecas” aquí y allá, manchas de su pasado y vocación original.

Todo sistema que crece, sino evoluciona en auto-organización, es un cáncer. Pero ni el cáncer más agresivo y sofisticado puede crecer de manera ilimitada: tarde o temprano genera un colapso de algo más grande de lo cual se le olvido que habitaba y señala el fin de su destino.


Mientras tanto el flujo incesante de almas continúa llegando a las capitales. ¡Que absurdo, el único animal que se concentra en los desiertos de asfalto y se aleja de la vitalidad que lo sostiene! Pero ¿a qué se debe este paradójico movimiento de lo humano?, de lo biodiverso a lo muerto, de lo grande a lo pequeño, de lo hermoso a lo monótono. La “economía” es la palabra. La economía que hoy rige al hombre, incluso los pasos que da y los recorridos que toma. Pero, la economía es un constructo humano, ¡que no se nos olvide! No puede ser el temido golem cuya brutal autonomía se vuelve contra su creador.


Por: Juan Pablo González


Hay dos tipos de seres humanos que hoy siguen en lo rural: por un lado, los que resisten, los que labran la tierra, lo que están aislados y los que aún el mercado no los ha tocado totalmente. Y por otro lado se quedan los acaparadores: otro motor del desplazamiento humano, los que están aprovechando el efecto centralizador de las economías de las ciudades para ellos mismos centralizar lo rural. Y Colombia, juntos con otros países latinoamericanos, no es ajeno a este fenómeno, no por nada, se encuentra en el top de países con mayor concentración de la tierra. Esta concentración, naturalmente, es concentración de la posibilidad de un desarrollo equitativo. La concentración de la tierra es la concentración de la vida, del trabajo, de la posibilidad de ser más autónomo, y, dado lo anterior, de la democracia. La gobernanza participativa, la que debe ser, la bonita, la realmente democrática, en un marco de alta concentración de todo, es una ilusión.


Repensar los municipios entonces se vuelve un imperativo para pensar la sostenibilidad, no solo de los seres humanos sino de los otros seres que habitan las galerías de nuestros ecosistemas. Sin embargo, surgen grandes interrogantes cuando se propone que debemos volver a lo rural: ¿Cómo volver al campo sin destruirlo? ¿Cómo volver al campo y poder vivir decentemente? ¿Cómo asegurar una mejor distribución de la tierra sin caer en la violencia o en el olvido? ¿Cómo auto-organizarnos para aprender a convivir?


Hoy día se habla del cambio climático, de la pérdida de la biodiversidad, de la contaminación sin parangón, de la gran desigualdad a pesar de que existen hoy día los medios materiales – y siempre los han existido- para satisfacer las necesidades de tod@s.


Repensar lo rural, no solo es clave para solventar algunos de estos grandes desafíos del milenio sino para retornar a habitar el mundo con la satisfacción que sólo da, ver un ave silvestre cantando por la mañana desde el hogar. Por todo lo anterior, es necesario crear un mapa que nos vuelva a llevar a lo rural.

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